Hola. Les echaré el cuento de lo que hice hoy. Les advierto que puede resultar aburrido.
Debido a diversos motivos, desde la semana pasada no me he
sentido del todo bien en términos emocionales. Hoy, miércoles 10 de diciembre,
estando en casa a horas de mediodía, decidí salir a distraerme, caminar nomás,
por ahí, adonde me llevaran las piernas. Antes de salir recordé unos relojes
que tenía pendientes de llevar a arreglar, así que los guardé en mi bolsillo y
planeé que mi paseo incluyera una parada en el C.C. Cristal, donde hay un
taller para esos accesorios.
Y así salí, a eso de las 2 de la tarde. Iba escuchando
música a través de mis audífonos, tratando de desconectarme del caos de la
ciudad a mi alrededor. Llegué al Cristal, y sorpresa, ya no arreglan relojes,
por lo que me aconsejaron ir hasta el C.C. Munticentro, que allá me los
recibían.
No tenía planeado salir de los límites de Naguanagua, pero ya
qué, estaba en la calle y con los relojes maltrechos en el bolsillo, así que me
fui hasta el Viñedo, ahora a soportar el caos de Valencia, que es peor, con su
Metro que no avanza, pero para el cual sarcásticamente es un gran avance que
hayan abierto el paso vehicular, para seguramente volver a cerrarlo en algunos
meses.
Al llegar, pues no, uno de los relojes no podían arreglarlo,
y el otro sí, pero no me lo recibían porque era algo "sencillo", así
que debía esperar una media hora, que me lo arreglaran ahí mismo, y entregármelo
de una vez. No quería quedarme más tiempo, pero decidí esperar y mientras tanto
caminar. Me encontré con dos amigas, y pasé el rato junto a ellas. Lo cumbre
del momento fue lo gracioso, digo yo, que les pareció haberles preguntado cómo
es eso de los “estrenos”, los cuales andaban comprando; es en serio, yo no
entiendo de esas cosas porque no celebro tradiciones desde hace muchísimos
años, tan solo tenía curiosidad por aclarar mis dudas, pero bueno, para ellas
eso no es “normal”. Volví al taller de relojes. No pudieron arreglar el mío, el
problema es mayor y ahora debo volver mañana.
Antes de regresar a Naguanagua, me provocó entrar a
Farmatodo, no sé, a ver qué había, y con la misma que entré, salí; de repente
se me quitaron las ganas de estar allí. Espero no enterarme después que había
desodorante porque la frustración será enorme.
Ya eran casi las 4 (¡cómo pasa el tiempo!). A esa hora el
transporte público comienza a ser totalmente detestable. Como pude me monté en
una camioneta, nada cómodo para variar, escuchando mi buen rock pero al fondo a
Chino y Nacho. Y así llegué a Naguanagua. Aun tenía ganas de seguir caminando,
así que llegué hasta la parada de la Plaza Urdaneta, mejor conocida como “la
placita”, y allí caminé hasta la Plaza Bolívar, o Plaza La Begoña; nunca he
sabido exactamente cómo llamarla.
Y todo ese trajinar, llevado a esta historia, fue para
ubicarme en este punto. Algo pasó y encontré la paz que buscaba. Esa plaza es
mágica, o así lo veo yo. Tenía mucho tiempo sin sentarme a disfrutar de
cualquier cosa que allí sucediera, tonterías rutinarias como la gente y los
carros pasando, pero no sé, allí es diferente. A eso de las cuatro y media fui
a comprar un helado y así complementar el momento mágico que estaba viviendo.
De repente me sorprende el encuentro con otra amiga, que
decidió acompañarme un rato. A ella no pude ocultarle algunos detalles de lo
que me tenía tan oprimido emocionalmente, aunque tampoco le dije demasiado. Lo
cierto es que la conversación derivó en una serie de consejos de los que le
estoy tan agradecido, porque me hizo ver las cosas de otro modo. Hablamos de
todo un poco: la universidad, el trabajo, la vida, y cómo no, de las
tradiciones (la fecha invita); ella fue algo más receptiva. Aproximadamente una
hora después anunció su partida; su camino hasta Guacara es largo, así que no
podía darse el lujo de quedarse más tiempo. La acompañé a la parada, y al
despedirnos, me devolví a la plaza; no quería irme de allí.
Seguía sentado, viéndolo todo, disfrutando el momento de una
manera muy extraña. Comenzó a oscurecer, y desafiando toda la lógica del
venezolano, aun quería permanecer en ese lugar, hasta que sólo me iluminaran
fuentes de luz artificial. Poco a poco me di cuenta que tampoco es que haya mucha
iluminación, pero allí seguí, escuchando mi música y disfrutando de la fría
brisa decembrina naguanagüense. Los que me conocen muy bien saben lo mucho con
demasiado que me gusta caminar de noche, y aunque lastimosamente no se puede
hacer, no podía desaprovechar esta oportunidad.
A eso de las 7 de la noche me levanté, y al voltear me percaté de que la vieja barbería que allí se encuentra seguía abierta. La vi al
llegar y pensé aprovechar la oportunidad para hacerme un corte de cabello, pero
había mucha gente. Ahora estaba vacía, de hecho, el encargado ya estaba limpiando;
aún así me acerqué y le pregunté si podía atenderme, a pesar del papel que
anuncia el cierre del lugar a las 6:00pm. El señor, muy amable y con una
sonrisa en el rostro, de esas que ya poco se ven, me invitó a sentarme; “¿cómo
lo quiere?”, preguntó; “tradicional y corto, confío en su criterio”, respondí,
y el señor comenzó su faena. Me llamó la atención que, durante gran parte de su
trabajo, su implemento principal fue una navaja y un peine; bien chapado a la
antigua (digo yo), pero muy interesante la experiencia.
Terminada la labor, me levanto y le pago. “Ya puede cerrar e
irse a descansar”. Comienzo a caminar. Siete y media, y el único loco por ahí
era yo, afortunadamente. Llego a la avenida Valencia y en la esquina hay una
distribuidora, de esas de bebidas espirituosas; sentí el impulso de culminar mi
paseo con mucha alegría. Una tercio negra servida en un vaso de plástico me
acompañó hasta la parada donde el carrito que sube al famoso barrio Güere
estaba por salir. Es una buena ruta hacia mi casa, desde donde me bajo tan solo
debo caminar una cuadra y cruzar sobre un canal a través de una placa de
cemento que simula un improvisado puente que quién sabe puso ahí. Y así termina
mi ligero paseo.
Yo no sé qué tan productiva sea esta lectura para ustedes,
pero lo cierto es que lo escribí para mí, porque fue una tarde distinta, como
lo que buscaba al salir de casa, pero totalmente alejada de lo que realmente me
esperaba, y por la que le agradezco a la vida permitirme
vivirla. Tenía que compartirlo, así de simple. Y pensar que en la mañana mi idea
era tan solo de ir al cine.
Justo terminando de escribir esto, otra amiga me dice que me
regalará, con motivo de mi cumpleaños, el disco “Ram” de Paul McCartney, su
segundo álbum de estudio en solitario. Creo que no puedo quejarme.
Bueno, chao.
#Paz para todos.
@FernandoArraez